DOLLY PARTON: NAVIDAD EN LA PLAZA

Puede que Dolly Parton salve a la humanidad de la extinción. No lo digo yo, lo dicen los hechos: La famosa cantante y compositora country ha financiado una de las vacunas más efectivas de las que hasta ahora se han desarrollado y con la que los gobiernos del mundo esperan destruir al virus que tanto está mermando a nuestra especie. Esta importante inversión llega, casualidad o no, poco después del rodaje del musical de Netflix «Dolly Parton: Navidad en la plaza», convirtiéndose así en una especie de compensación sanitaria que Dolly nos hace por el daño que su film pueda causar.

En Fullerville, un pueblo que se compone de una plaza con casas alrededor, una mendiga pide limosna. Sus numerosas operaciones estéticas faciales nos hacen sospechar que quizás no sea tan pobre como pretende hacernos ver, salvo que se haya topado con un cirujano altruista o que precisamente se haya arruinado a base de despilfarrar su capital en intervenciones plásticas. Un resplandor repentino nos ayuda a percatarnos de que la pordiosera no es otra que Dolly Parton, que se arranca a cantar. De repente, todos los lugareños, reunidos espontáneamente en el centro de la plaza (tampoco tienen otro sitio al que ir), comienzan a bailar. Se nota que los habitantes de Fullerville viven en armonía, son felices, multirraciales, pudientes, cristianos, bailan coordinados y… ¡Están en Navidad! ¿Qué puede salir mal?

Dolly Parton pidiendo unos euros.

Esa felicidad, que se antojaba perenne, finaliza tan pronto abandonan la coreografía colectiva, con la irrupción de una señora muy enfadada, interpretada por Christine Baranski, que entra en la plaza repartiendo órdenes de desahucio a todo aquel que se le pone delante. Resulta que es la hija del fallecido dueño del pueblo, que ha heredado todo Fullerville y pretende vendérselo a unos empresarios para hacer allí un centro comercial. Entiendo que esto es del todo irregular, aún desconociendo la legislación de Estados Unidos al respecto, pero por muy liberal que sea esta, un movimiento urbanístico de esa envergadura, en el que alguien que dice ser «dueño» de un pueblo entero deja sin hogar ni negocios a todos sus habitantes, no lo hacen ni los de la Gürtel.  

La dueña de Fullerville, desahucio en mano.

El amable musical se convierte en cuestión de minutos en un drama urbanístico, para, acto seguido,  transformarse en un film reivindicativo, una suerte de La Huelga (Sergei Eisenstein, 1925) con trineos, luces y jerséis rojos y verdes. Esto sucede cuando el pastor de la comunidad, amargado porque el tratamiento de fertilidad al que él y su mujer se están sometiendo no funciona, decide plantar cara a la especuladora heredera, convirtiéndose así, junto a su mujer, en los John Lennon y Yoko Ono (versión beata) de Fullerville.

Los beatos, llamando a las armas con una canción pastoral.

Los números musicales y las canciones siguen y, a pesar de las protestas de los fullervilenses, los desahucios no se detienen. Entonces, descubrimos que el papel de Dolly Parton en el film va más allá de pedir limosna. Resulta que es un ángel de la guarda que está ayudando a otro ángel a conseguir sus alas. ¿Cómo? Pues intentando desamargar a la rica heredera, que es así de mala por una serie de dramas familiares y amorosos que no entendí muy bien porque me quedé algo dormido. Pero me desperté a tiempo para ver a Dolly cantando en una iglesia con unas gigantescas alas celestiales, que en realidad era lo importante.

Dolly Parton que estás en los cielos.

A pesar de que los musicales no son muy recomendables para la siesta, este no es muy estruendoso. El ritmo, tono y temática de sus canciones es similar al de las nanas, por lo que no me costó nada desentenderme de los problemas de fertilidad del cura y del resto de conflictos de los habitantes de Fullerville. La recomiendo.

Puntuación: 3/5 bostezos

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