LA CABAÑA EN EL TIROL

La cabaña es un elemento fundamental en las películas de sobremesa, el inmueble por excelencia dentro de cualquier subgénero pelitardiense. A pesar de tratarse de una estructura estática, inanimada, siempre juega un rol principal que varía según el canal en el que el film se emita: En Antena 3, el psicópata la suele utilizar como refugio para ocultar allí a la víctima secuestrada; en La Sexta, los protagonistas se atrincheran en ella mientras son asediados  por algún monstruo asesino, y en La 1, puede ser una guarida de amor para dos amantes alemanes o parte de la herencia que algún teutón recibe. Este último supuesto es la premisa de La cabaña en el Tirol (Thomas Jacob, 2010), un título sincero que no crea falsas expectativas: en la película hay una cabaña y está en el Tirol.

Sandra es una mujer de negocios que trabaja para una empresa de estas en las que el jefe siempre quiere tener sobre su mesa el borrador final de un proyecto a primera hora del día siguiente, sin falta. Tiene como compañero a su novio, un remilgado abogado que lleva un traje dos tallas por encima de la que le corresponde y un peinado serio pero con flequillo informal. Ambos tienen móviles con tapa, de esos que se estilaban hace más de una década, que cierran con violencia tras una llamada estresante. Quieren comprar una casa para irse a vivir juntos, pero su economía no les alcanza.

Sandra y su novio comiendo lechuga mientras ven un folleto de algo.

Todo cambia con la muerte del padre de Sandra, quien le deja en herencia, en una cabaña en el Tirol, un negocio familiar en el que se ofrecen comidas a los turistas de montaña. Un comprador está muy interesado en adquirirla, por lo que Sandra y, sobre todo, su novio ven en ello una oportunidad perfecta de obtener el dinero suficiente para comprar la casa de sus sueños. Sin embargo, cuando se desplazan al lugar, Sandra rememora los felices tiempos de juventud en los que pasaba largas temporadas junto a su padre, y la nostalgia se apodera de ella. La cosa se agrava cuando se reencuentra con un antiguo novio, que aún la pone tontorrona.

El actual novio de Sandra se empieza a preocupar porque ve que su pareja está cada vez menos convencida de vender la cabaña. Y, efectivamente, el negocio se va al traste cuando ella descubre que el comprador es un señor muy malo, archienemigo de su padre, que posee una cabaña aún mayor a unos metros de la suya. Sandra se niega a traicionar a su difunto progenitor y a que ese señor, que sabemos que es malo porque fuma puros constantemente, se haga con el monopolio de las cabañas del Tirol. Así, decide no vender, rehabilitar el negocio de su padre y mandar al garete a su novio, que se opone a esa iniciativa.

El señor malo posa delante de su cabaña gigante del Tirol.

Sin embargo, el señor malo, que para ser un simple propietario de un negocio de montaña tiene más poder que Florentino Pérez, boicotea una y otra vez a Sandra con artimañas muy sucias para que su negocio no prospere. A este boicot se une el miserable de su ex, que llega a verter tranquilizante líquido en el agua de la cabaña para intoxicar a los clientes. Terrible.

Suerte que Sandra cuenta con el apoyo de su novio de juventud, que resulta ser el hijo del malo, y de los trabajadores de la cabaña, a los que trata con cierta condescendencia por ser ella de ciudad y ellos de pueblo. Pero bueno, al final (SPOILER) todo bien.

Sandra y unos tiroleses en un acto en la renacida cabaña del Tirol.

Puntuación: 3’5/5 bostezos

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