ENTREVISTA A UNA SEÑORA DE VERMONT
Si algo nos han enseñado las películas de sobremesa navideñas es que el 24 de diciembre de cada año las calles de los pequeños pueblecitos de Vermont se llenan de exitosas empresarias de ciudad que no creen en la Navidad y que, casualmente, sufren un leve accidente de coche. Entonces, los numerosos veterinarios locales salen en masa a socorrerlas e intentar devolverles el espíritu navideño perdido.
Vermont es un estado del noreste de EE.UU., el sexto menos extenso y el segundo menos poblado de los estados que conforman el país, conocido por su montañosa orografía y sus pequeñas y encantadoras aldeas (ninguna localidad supera los 45.000 habitantes). Si algo nos han enseñado también las pelis de sobremesa, es que los vecinos de Vermont son unos fanáticos de la Navidad, como una especie de secta adoradora de Santa Claus. Sin embargo, no todos están conformes con la invasión de empresarias y veterinarios que sufren anualmente.
Hemos conseguido hablar con una señora oriunda de Vermont (ha querido mantener el anonimato), quien regenta desde hace muchos años una pequeña tienda de galletas y cupcakes, para que nos hable sobre cómo le afecta este fenómeno migratorio estacional.
– Usted es de Vermont, ¿verdad?
Sí, de Vermont Vermont. Nacida en uno de sus numerosos pueblecitos, cuyo nombre no quiero revelar para evitar polémicas con los vecinos, por si mis declaraciones en esta entrevista resultan incendiarias. He crecido aquí y apenas he visitado otros lugares. Tengo demasiado trabajo en mi pastelería, un negocio familiar con años de tradición. Y luego está la Navidad, que comenzamos a prepararla casi en abril.
– El principal motivo de esta entrevista es preguntarle acerca de la invasión de exitosas empresarias de ciudad, o de reporteras, o de escritoras que regresan, desganadas, a su pueblo natal, y que tienen un flechazo correspondido con un veterinario local (a veces, resulta ser su ex de instituto). ¿Qué opina de ello?
Pues estoy hasta la coronilla, por no remitirme a otra parte de mi cuerpo que empieza por la misma letra, usted ya me entiende… (susurra: «coño»).
Esta nueva moda de buscar el amor en Vermont está acabando con nuestra tranquilidad. A pesar de mi edad, sé que los jóvenes tienen otras formas de relacionarse, como el Tinder ese. Pero venir aquí, fingir un accidente, los otros abriendo clínicas veterinarias… es lamentable.
– ¿A qué se refiere con «fingir un accidente»?
En la avenida principal de mi pueblo, los 24 de diciembre se producen «accidentitos» en masa. Miles de mujeres solteras provenientes de diferentes ciudades colapsan la vía, alegando sufrir una avería en el coche. En la mayoría de ocasiones es un simple pinchazo o que el motor echa humo por cualquier tontería. Pero todo provocado por ellas mismas. Buscan un perjuicio leve, barato de reparar, porque los seguros ya no cubren este tipo de incidencias en Vermont. No les compensa.
– ¿Y qué pretenden conseguir con ello?
Pues ser socorridas por algún apuesto veterinario.
– Habla usted de miles de mujeres. ¿Hay tantos veterinarios en su pueblo?
¡Tantos y más! El 80% de los locales comerciales son clínicas. Aunque no hay trabajo suficiente para todos, porque el número de animales es limitado.
Muchos hombres solteros vienen de la ciudad, alquilan una tienda, le ponen el rótulo de «Veterinary Clinic», y la dejan cerrada hasta diciembre, que es cuando se «activan». Eso sí, hemos tenido que crear un colegio de veterinarios en cada pueblo, para inscribirlos a todos.
Resulta un ritual de apareamiento patético a los ojos del resto de vecinos.
– ¿Y a ustedes, en qué les afecta?
Además de las clínicas veterinarias, la mayoría de mujeres de ciudad que se terminan estableciendo aquí optan por abrir una tienda de cupcakes. Aunque no tengan ni idea de repostería, tanta competencia va a terminar arruinándome.
El resultado es que en el pueblo apenas tenemos tiendas normales: ferreterías, fruterías, supermercados… El desabastecimiento en Navidad es brutal, por la imposibilidad de los transportistas de acceder al pueblo, a causa de los numerosos coches accidentados de las mujeres de ciudad que bloquean la entrada. Eso sí, los de los talleres cercanos están encantados.
– Al menos, los foráneos se comportarán bien, ¿no?
¡Qué va! Son insufribles. Los veterinarios parecen los hombres perfectos, pero solo en presencia de las accidentadas de ciudad. El resto del tiempo son unos pedantes vanidosos que no saben ni curarle una diarrea a un gato. Mi primo le llevó a uno de ellos a su oveja con una pata rota y el presunto veterinario le puso una tirita. ¿Qué te parece?
Y ellas, siempre desencantadas con la Navidad, con el cuento de que ya no creen en el amor, que si tuvieron un trauma no sé cuándo y por eso ya no cantan villancicos…
¡Es que nos amargan de verdad! Aquí éramos felices disfrutando de la Navidad. Como mucho, se nos colaba algún príncipe de un país centro europeo, que venía a pasar las vacaciones de incógnito, y que se enamoraba de alguna muchacha que regentaba un hotelito de madera, muy bien adornado. O un viudo con hijos que se enamoraba de una vendedora de árboles de Navidad. Eso es tolerable. Pero ahora mismo, soy yo quien está empezando a perder el espíritu navideño, ¡y no pienso recurrir a ningún veterinario para recuperarlo! Maldita gentrificación…